Primero, Europa
La singladura europea empezó con los filósofos presocráticos y su afán por entender y explicar el mundo y el lugar del hombre en el cosmos, por primera vez en la historia de la humanidad, con los instrumentos de la razón. Más de dos mil quinientos años después, Europa sigue siendo la referencia mundial de racionalidad y dignidad humana. La más bella definición de Europa quizás sea ésta: “Europa es ese lugar del mundo donde la pena de muerte no existe”. Sin duda, la formulación es muy incompleta, pero también muy reveladora del lugar que Europa sigue ocupando en la Historia.
Si echamos un vistazo rápido al resto del planeta, grosso modo, podemos equiparar el nivel de progreso de cada región con su grado de europeización (ahora le llamaríamos “occidentalización” para incluir en el prototipo a los “europeos” de la diáspora americana).
En pocas palabras: a lo largo de dos mil quinientos años, Europa se construyó primero a sí misma como modelo racional y después transmitió, en mayor o menor medida, ese modelo al resto del mundo. En cualquier lugar del planeta donde ahora mismo haya pensamiento racional y científico, progreso técnico y derechos humanos, el hilo genealógico de esos valores remonta hasta Europa, cuna y fuente de la modernidad.
Como siempre abunda la gente propensa a juzgar el pasado con los valores del presente, la reprobación de la labor colonizadora de Europa es casi una rutina mental. Sin embargo, el resultado más visible de esa labor es la europeización del mundo. Continentes enteros salieron del fondo del paleolítico gracias a la obra de colonización europea.
La Europa progre se avergüenza y reniega de su pasado colonizador. La moda exige que colonización sea, en nuestra época, sinónimo de explotación. Agradecemos a los fenicios que nos trajeran el alfabeto y la escritura, y a los romanos que nos sacaran de la tribu ibera para convertirnos en ciudadanos del imperio. El oro y la plata que extrajeron de nuestro suelo lo consideramos un precio de ganga por lo que recibimos a cambio. Sin embargo, renegamos y nos avergonzamos de la obra, más moderna, de colonización europea, que sacó de la trashumancia tribal, cuando no de los sacrificios humanos y del canibalismo, a media humanidad.
Europa tiene muchos puntos débiles que pueden resultar fatales para su supervivencia. El peor de todos quizás sea ese sentimiento de culpabilidad por su trayectoria histórica, que quiere hacerse perdonar redoblando su entusiasmo multicultural y su hospitalidad irresponsable.
La pregunta que debemos hacernos es si queremos o no dejar a nuestros hijos una Europa “europea”. El mundo progre dirá que una Europa multicultural es también “europea”. Lo cual depende, como es obvio, de las cantidades de multiculturalidad y de europeísmo que se pongan en la mezcla.
En una Europa de puertas abiertas y principios movedizos como la actual, no hace falta apuntarse a ninguna teoría conspirativa o “eurábica” para entrever un futuro en el que la cultura más robusta ideológica y demográficamente, más fiel a la transmisión generacional de valores y menos propensa a la integración -a la sazón la islámica- acabe, con el simple correr de los años, prevaleciendo sobre las demás… y borrando todo vestigio de multiculturalidad y de europeísmo.
En la Europa actual no se juega ninguna partida de buenos y malos, sino de fuertes y débiles. O más exactamente, de jóvenes y viejos. Más que de un pulso político o una confrontación social, el rumbo de la historia europea parece depender ahora de factores demográficos.
La Europa progre está tan ofuscada con los efectos que tendrá dentro de cien años el calentamiento climático que olvida los efectos que tendrá el invierno demográfico en la mitad de ese plazo.
¿Puede Europa arriesgarse a dejar de serlo por su excesiva hospitalidad y tolerancia? Ésa es la pregunta, y seguramente el reproche, que no podemos oír aún, pero que tal vez hemos suscitado ya con nuestro comportamiento y nos hacen, desde algún lugar de la línea del tiempo, las generaciones futuras.